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Fuente: www.pichilemunews.cl – 12.01.2022
– Hasta los finales de los años ’60, el grito de ¡¡Barquillos, barquillos, los ricos y fresquitos barquillos!! era frecuente oírlo no solo en la playa -en temporada de verano- sino también los días domingo o fines de semana largos o alguna fiesta religiosa.
– Un recuerdo de antaño, como de las churreras, churreros, entre otros, como también de una actividad -los carperos- que desaparecieron con el tiempo …
Era don Juan González, quien mañana y tarde hacía al menos un viaje AM y un par de veces en horas de la tarde. Es que eran ¡tan ricos! Su suave aroma ya era agradable. Y no solo lo consumían los niños, sino jóvenes y adultos, pues -aparte de los churros y berlines- eran los pocos productos que se vendían en la playa sobre todo.
Por años, la casa en donde vivimos en calle O’Higgins estaba equidistante de la Escuela “Cardenal Caro”, por una parte, y de la “fabrica” de los barquillos, ubicada en Ángel Gaete -de una familia marchiguana- y que al fondo de esa propiedad deslindaba de un bosque de eucaliptus. Dicha casa la cuidaba don Juan junto a su esposa -Aída- quien era la que preparaba esos ricos barquillos y que tantas veces la vimos hacerlos, pues éramos vecinos y amigos de su único hijo, Aldo.
Cada vez que teníamos unas monedas, nos íbamos hasta su casa para adquirir su producto, los apetitosos barquillos. Pero a falta de ellos -pues “se iban a la playa en el tarro protector de don Juan”- la señora Aida nos regalaba “el molido” de todos aquellos frágiles barquillos que se quebraban y que no se podían poner en las bolsitas de papel para su venta.
Varios años hemos estado tras alguna foto de don Juan y su tarro pintado con esmalte rojo reluciente y su tapa blanca hermética para que no ingresara ni polvo ni arena que cayera sobre su frágil producción. Aldo hace cinco décadas que emigró hacia otros lares y no ha sido posible seguirle la pista. Quizás él guarde un recuerdo de su padre vestido con su alba cotona y gorra tipo marinero.
Don Juan -como la mayoría de nuestros coterráneos- tenía su apodo -herencia familiar- y era conocido como Don Juan “Terrón” (según dice la Academia de la Lengua, es una “Masa pequeña y compacta de tierra u otra materia, cuyo estado habitual es el de polvo o pequeñas partículas”. Por qué ese apodo, ni idea. Simplemente a alguien se le ocurrió “dárselo” y así quedó bautizado, para su desagrado o “ni estoy ni ahí”.
CARPERO
Para nosotros -cabros chicos y “bien hablados y criados”- no estaba bien decir esos apodos o apelativos, so pena de una reprimenda. En tal caso, lo nombrábamos Juanito. Un hombre bonachón, de no más de 1,60 metros, contextura normal. Y como muchos, tras la larga jornada bajo un sol veraniego, un cañazo era normal para refrescar la garganta. Todo bien, a menos que se pasara en la medida. La patrona, la señora Aida lo llevaba cortito ….
Nada le impedía a Juanito levantarse “al alba” y armar las decenas de carpas -en su apogeo, más de cien en el sector Terraza o comienzos de la playa San Antonio, donde solo con una habilidad de años, desarmaba el montón de lona, palos y cuerdas, para ir armando la estructura y afianzando los cordeles para asegurarla y mantenerla erguida y, segura de la acción del viento. Aún así, en los días de mayor viento, era necesario y urgente, desamarlas antes que las lonas volaran por los aires. Lo que significaba correr por la playa antes que cayera a las aguas …
Años después, otros pichileminos -más jóvenes, como Luis Arenas y Jorge González, asumieron esa función, que requería más agilidad ante el creciente número de familias que tomaban ese servicio al tiempo que -durante el invierno- las dejaban en su custodia, para no devolverse con esa carga a sus respectivas ciudades de origen.
Muchas postales y fotos dan cuenta de esas carpas, que ya hacia finales de la década del ’70, poco a poco fueron desaparecieron. Y, a su vez, aparecieron quitasoles y, posteriormente, pequeñas carpas para resguardarse sobre todo del viento y sol.
Muchas anécdotas e historias guardan las carpas, algunas de las cuales -en la noche- permanecían -en los años ’70 y principios de los ’80- sin desarmarse; lo que implicaba que debían quedarse “cuidadores” para evitar su mal uso. Así y todo, había que hacerle limpieza antes que llegaran los patrones -según recordó alguna vez aquel otro carpero y salvavidas Jorge “Montón de Humo” González- para evitar sorpresas desagradables.
Así, como fueron desapareciendo las carpas -y achicándose las familias que las traían- en el tiempo fueron apareciendo más productos comestibles en las playas -como los pasteles, empolvados, milhojas- y un indescriptible número de otros productos, hasta el arriendo de quitasoles, sillas, etcétera.
Una época que se fue y que ya es parte del nostálgico anecdotario del balneario pichilemino.
Fotografías referenciales: Foto principal es un fragmento de una caricatura de Lukas/Revista Zig Zag/Archivos “pichilemunews”.
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