
Fuente: www.pichilemunews.cl – Por: Mario Isidro Moreno (*) – 26.10.2025
Justo en los primeros años de la década de 1930, años de mi nacimiento, un matrimonio español instaló en el número 169 de la calle Rafael Casanova, -alcalde de Santa Cruz y dirigente deportivo- una panadería cuya puesta en marcha fue muy celebrada por la comunidad local que precisaba de este tipo de establecimiento para adquirir el fragante “pan nuestro de cada día”.
Con el paso del tiempo, en los años 60, se hizo cargo de la administración la familia Dútzan, la que consolidó a la empresa como un establecimiento comercial emblema de la Comuna de Santa Cruz.
Volviendo al pasado, en la década del 40, ya habiéndonos venido con mi madre desde La Lajuela a vivir a Santa Cruz, conocí a doña Margarita Moreno, madre de mi gran amigo Tito Marañón, compañero de juegos infantiles. Ella, trabajaba en la panadería -y posteriormente se instaló con una confitería en la calle Ramón Sanfurgo -prestigioso y acaudalado agricultor chileno, quien legó dos cuadras de terreno de su fundo Chomedahue, en el siglo XIX, para la construcción del Hospital San Ramón en Santa Cruz-.
Esta simpática dama, me presentó a don Manuel, un ciudadano español que prestaba sus servicios en la panadería de Santa Cruz, cuya actividad principal era distribuir el producto de la panificadora a los sectores rurales, en un tradicional carro remolcado por un dócil caballo.
Hice muy buenas migas con el señor hispánico, el cual me invitó en una oportunidad que lo acompañara en su recorrido y me encargara de entregar el pan que adquirían las familias campesinas de recordados sectores de Chomedahue, Isla del Guindo, Quinahue, La Granja y La Patagua, entre otros.
Esta participación se hizo costumbre y cada día que lo acompañaba, me deleitaba con los paisajes y caminos que recorríamos; la fragancia del pan recién horneado y la grata conversación de don Manuel, especialmente cuando añoraba los años de su juventud en la Madre Patria. Incluso algunas veces matizó las historias con algún melancólico canto que revelaba la añoranza de su terruño:
“Que lejos estoy del suelo donde he nacido
inmensa nostalgia invade mi pensamiento,
y al verme tan solo y triste cual hoja al viento
quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento”.
En cierta oportunidad en que transitábamos por esas sendas cercadas de zarzamoras y en cuyas orillas crecen largas plantas de cicutas y teatina, esta última utilizada en la fabricación de sombreros, divisamos a un anciano de apariencia humilde, vestido con un poncho raído, chupalla de paja y ojotas, que caminaba por la banquina en nuestra misma dirección, curvada su espalda por el peso de un saco que portaba sobre sus hombros.
Don Manuel, compadecido por el aspecto del abuelo, detuvo su carruaje y le habló:
-Buenas, amigo. ¿No quiere que le regale un par de panes para el camino?
El viejo, volvió la cabeza hacia nosotros y mostrando un rostro con una barba canosa de varios días, respondió:
-No, gracias iñor. Llevo en mi saco lo suficiente para comprarme una panadería.
Y siguió su camino.
Un tanto incómodo y extrañado por la respuesta, el español chasqueó la lengua haciendo avanzar la cabalgadura que reinició pacientemente su transitar.
Nada comentamos al respecto.
A la vuelta de una curva de la ruta, apareció la construcción de adobe y tejas de la casita de doña Tránsito, mujer que era comentada como una gran pitonisa y media bruja por los lugareños. Ya nos esperaba con la bolsa lista para que pusiéramos los panes que ella necesitaba para el día.
-¿No se les apareció por casualidad por el camino el viejo Rogelio? -fue su especie de saludo.
-¿Un anciano con un saco al hombro? -le dijo a modo de pregunta don Manuel.
-Si. Ese saco lo lleva repleto de monedas de oro que le pidió al Diablo a cambio de su alma- señaló Tránsito. Y agregó: – Pero quedó condenado a no poder gastar ese oro y a cambio debe vagar por los caminos hasta que muera.
Esa historia, marcó uno de mis últimos viajes con el carro panadero del español.
No queriendo viajar más y tratando de evitar con ello que se repitiera la terrorífica experiencia del Viejo Rogelio, comencé por miedo a poner excusas para no aceptar las cordiales invitaciones de mi amigo Manuel que lo acompañara en sus recorridos panaderos.
Más, cuando lo veía partir solo, chasqueando su lengua para hacer caminar a su caballo, me quedaba inundado de un gran sentimiento de pesar al tener que rechazar la llamada del hispano, por el temor que me causaba volver a encontrarme con el viejo que hizo el pacto con el Diablo.
(*): Escritor, investigador, poeta y folclorista.
Fotografías: Gentileza de MIM.
































































































