
Fuente: www.pichilemunews.cl – Por: Mario Isidro Moreno (*) – 01.11.2025
Era un día de diciembre, pleno verano, cuando el descanso de las vacaciones permite visitar lugares que traen a la memoria hermosos recuerdos.
Conducía mi vehículo, en uno de mis viajes que efectúo cada vez que el tiempo me lo concede y que realizo para nutrirme de la savia espiritual de mi tierra colchagüina.
Había salido desde Santa Cruz en dirección a la costa y al pasar por los sectores de Los Molinos y la bifurcación de los caminos que llevan hacia la Mina y la cuesta de La Lajuela, se aceleró mi corazón porque en el primer lugar -Los Molinos- yo vine al mundo y luego mi niñez, la viví en esa antigua casa que aún sobrevive al paso de los años en esa punta de diamante que atesora mis añoranzas infantiles; hogar desde donde partía con mi silabario, mi cuaderno, mi lápiz y mi goma, hacia la amada escuelita rural enclavada en la falda del cerro.
Al iniciar la subida a la cuesta, Introduje la tercera marcha en mi coche, pensando en la dificultad que tenían las antiguas góndolas que hacían ese trayecto y que en algunas ocasiones los pasajeros debían bajar para facilitar el tránsito por la difícil pendiente.
En una curva, divisé a un anciano, vestido a la usanza campesina, que caminaba con cierta dificultad por la orilla de la vía, en nuestra misma dirección, llevando un pequeño bolso en sus manos.
Detuve el automóvil y le hablé:
-Buenos días. ¿Va usted hacia la costa?
-Si, señor. Vengo de hacer unas compras en el pueblo y voy a Lolol. Vivo en el sector de la Hacienda.
-¿Quiere que lo lleve? Yo también voy a ese lugar.
Le abrí la puerta y el abuelo se sentó a mi lado instalando el bolso en sus rodillas
-¡Gracias, señor! Me ha hecho un gran favor. Estas piernas ya no responden como antes. Han caminado mucho desde hace más de ochenta años y ya se comienzan a resentir.
-¿Y porque no tomó el autobús?
-Me demoré un poco buscando unos embelecos que me encargó mi mujer y cuando llegué al paradero, la micro había partido. Esperaba que algún camión me pasará a recoger por el camino, pero no había tenido suerte, hasta ahora.
-¿Siempre viaja en micro?
-No. Cuando joven lo hice en carreta y hasta en mula, acompañando a unos costinos que iban a Santa Cruz a vender su sal, su cochallullo y hasta las chupallas que compraban en el Alto y que revendían en el pueblo. Y tomábamos el camino viejo, que se divisa desde acá arriba, si usted mira.
-Y después vinieron las micros.
-Yo, le voy a contar que trabajé para unos jutres de Lolol, que fueron los primeros en tener una góndola en ese pueblo.
-Me imagino que no eran precisamente buses de turismo.
-Eran esas carcachas que tenían parrilla en el techo, a la cual se subían los bultos por una escalera de fierro que estaba en la parte de atrás. Allí se acomodaban canastos, bultos, sacos, animales domésticos y, cuando en el vehículo no cabía más gente en el interior, algunos pasajeros también podían viajar en la parrilla.
-¿Pero eso sucedía sólo en el trayecto de Santa Cruz a la costa?
-No señor. En ambos sentidos. Porque los que viajaban desde la costa al pueblo, llevaban montones de bultos, muchos con mercaderías que iban a vender a la ciudad, como trigo, quínoa, huevos, aves y hasta cerdos o cabras.
-¿Y al regreso?
-Bueno, ahí traían las compras que hacían en el pueblo. Harina, azúcar, yerba y otros artículos varios para el rancho.
-O sea que la góndola venía cargada hasta los alamitos.
-Así es, y lo difícil y complicado, era subir la cuesta de La Lajuela, en los tiempos en que la ruta era de tierra y en invierno además se ponía refalosa. Las ruedas patinaban y la micro no avanzaba. Entonces, se les pedía a los pasajeros bajarse y rempujar. Sólo así se podía llegar al alto de la Lajuela y de nuevo arriba los viajeros.
-Harto enrevesao y difícil el camino.
-Y en ese tiempo no estaba la Virgen, a la cual uno podría haberse encomendado para poder llegar a destino. Incluso hubo accidentes con muertos en esa cuesta.
-¿Y de quién eran esas micros iniciales?
-Según lo que yo sé, la primera fue de un tal Juancho Vergara. Después estuvieron Juaco Marín y Lucho López.
-Cuando por algún motivo de salud u otros trámites debíamos viajar a San Fernando, Rancagua o la Capital, desde Santa Cruz había que tomar una de dos góndolas, que hacían el trayecto hasta Paniahue donde quedaba la estación del ferrocarril que venía de Pichilemu y seguía en dirección a Santiago.
-Yo, recuerdo haber viajado con mi mamita en una de esas micros. Una de ellas tenía una parrilla para bultos y maletas en la parte trasera. Me asombraba ver al auxiliar viajando montado en el foco delantero derecho del vehículo, sin problema alguno.
-Así era. Había una de amarillo con rojo, de don Joaco Muñoz García y la otra de don Luis Marín, conducida por su dueño. Posteriormente fue manejada por su hijo Hernán Marín Toro. Ambas micros, al parecer, tenían el mismo auxiliar, Gerardo Moraga. Estas góndolas, igualmente realizaban viajes particulares para fiestas Patrias, llevando pasajeros a Palmilla y La Lajuela, donde se hacían fondas. Las ramadas de este último lugar se levantaban detrás de la cancha de tiro.
El trayecto se nos hizo corto con la conversación de ambos y no nos dimos cuenta cuando aparecieron las primeras casas de la Hacienda de Lolol.
-Acá me apeo, señor.
-Fue un gusto de haberlo podido ayudar, amigo mío. Saludos a su familia.
-Gracias. Cuando quiera, pregunte por mí, y me visita para que compartamos una sandilla con harina tostada. Me llamo Juan Cancino, pero más me conocen como Juancho Cantor, porque algo le hago al canto y “a la cogote de yegua”.
“Yo siempre paso cantando
la cuesta de La Lajuela;
porque tiene hermosas curvas
como mi linda vihuela”.
(*): Escritor e investigador santacruzano, radicado en Punta Arenas desde el año 1967.
Fotografía: Archivo de Mario Isidro Moreno.
































































































