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Patrimonios

RECUERDOS DE JUVENTUD EN EL RAMAL SAN FERNANDO-PICHILEMU

Fuente: www.pichilemunews.cl – Por: Manuel R. Pacheco Vargas (*) – 12.10.2025

“El chaquetón de Castilla”

El Ramal San Fernando-Pichilemu era más que un simple medio de transporte para nosotros, los jóvenes de la región. Era un lugar donde se tejían historias, se compartían risas y se vivían momentos inolvidables de los buenos y de los otros. Recuerdo esos chirridos del tren y ese sonido característico que resonaba en nuestros oídos cada vez que emprendíamos un viaje.

Los Viajes Habituales

Para nosotros alumnos del Liceo de San Fernando y en nuestra calidad de residentes del internado que funcionaba en el mismo edificio, era el medio de transporte obligado y único el tren del Ramal Pichilemu de la Empresa de Ferrocarriles del Estado (FF. del EE.), los días domingo por la tarde hacia la capital provincial y los viernes por la tarde-noche de regreso a nuestros hogares en la costa colchagüina de aquellos años. Era un viaje que pese a lo rutinario siempre ofrecía múltiples experiencias, en especial porque en su gran mayoría éramos estudiantes jóvenes de un grupo etario similar, de diferente género, lo que le aportaba un carácter especial, apropiado y deseado para jóvenes que nos manteníamos enclaustrados toda la semana en el internado.

Los fines de semana eran los días más esperados. Subíamos al tren con deseos de aventura, deseos de conocer nuevas jóvenes, llenos de ilusiones y sueños. El Ramal San Fernando-Pichilemu nos llevaba desde la estación sanfernandina hasta la costa, donde el sol se sumergía en el mar y la brisa marina nos llenaba de energía. El viaje era largo y su tiempo era absolutamente impredecible, por lo informal del cumplimiento de los horarios; lo que a nadie le incomodaba, estaba asumido y nadie reclamaba, pero el paisaje que se desplegaba ante nuestros ojos era un espectáculo en sí mismo.

Los Chascarros del tren

Sucedía que, por allá por la segunda mitad de la década del sesenta, de la escasa moda que predominaba en el país, estaba el uso masivo de una tela, de tacto tosco, estructura pesada y aspecto de terminación poco fino, denominada “Tela castilla”, inicialmente empleada en mantas de uso campestre por su principal característica de ser impermeable y cálida, casi en su totalidad de color negro, donde lo único noble que tenía, era su composición 100 % lana virgen, la reina de las fibras textiles.

Con esta tela de castilla, los diseñadores de aquellos años crearon un variopinto para confeccionar casacas, chaquetones y abrigos del alto precio en el vestir invernal. Es justo aquí donde empieza una historia que ahora por recordarla, resulta entretenida, pero el haberla vivido, fueron momentos en absoluto agradables y sin deseos de revivirlos. Por lo imberbe de nuestra edad niño-adolescente, la moda nos condujo a desear un chaquetón de la tan usual tela, porque muchos de nuestros pares la portaban. Era la moda. Después de un tedioso y reiterado insistir en casa, mis padres hacen el esfuerzo económico y logran regalarme la tan deseada prenda, sin antes el típico sermón de cuidarla para que sirviera para mi hermano menor y por lo especial que era su textura, y fácil de ensuciar por su color negro azabache.

Se inicia el típico viaje de ida al liceo con la tremenda “pinta dominguera” que entregaba la tan preciada prenda de vestir, llegando al internado y después de múltiples pullas de parte de los compañeros y amigos, se guarda cuidadosamente la vestimenta, incluida la típica sacudida a mano y revisión pertinente para ser guardada en el guarda ropa individual, en espera del viaje de regreso del fin de semana siguiente.

Llega el esperado viernes, pasado el medio día nos dan la salida y después de un par de vueltas por el entorno de la vecina Plaza de Armas -costumbre habitual generalizada- nos vamos en grupo a abordar el tren para el tan anhelado regreso a nuestros hogares.

Iniciamos un viaje que no sería un viaje más, sino el que motiva este relato ya que una vez ubicado el lugar y asiento que sería nuestro puesto en el colmado coche de Segunda, como se les denominaba por categorías, del habitual y tan querido tren a Pichilemu.

Una vez iniciada la marcha empezaba el habitual paseo por los diferentes coches y debido a lo agitado de nuestro ir y venir, nos obliga a despojarnos de la tan preciada prenda y dejándola colgada justo frente a nuestro asiento, todo esto aproximadamente en la mitad de nuestro trayecto.  Llegando a la estación de Paniahue, siguiendo con nuestro loco recorrer por los diferentes coches del tren, tal vez buscando junto a nuestros amigos engrandecer la amistad con las jóvenes estudiantes, que eran bastantes, ahora llegando a la estación de Alcones y debido a que ya bajaba la temperatura ambiente, vuelvo a mi puesto a buscar el famoso chaquetón nuevo de castilla y ¡oh, que horror! alguien lo hurtó. Ya no estaba donde lo colgué, comienza mi calvario y porque no decir desesperación, imaginándome la llegada a casa sin la preciada prenda y tan recomendada en mi primer viaje con ella.

El entorno de mi ubicación en el coche no había cambiado mucho, salvo; menos pasajeros, en su único cambio se observaba que una persona bastante mayor y en apariencia débil, se sentó en el externo del largo asiento de madera, la que al ser consultada, en un comienzo dijo “no haber visto el chaquetón” y después de recorrer reiteradamente el carro y con cierto grado de desesperación, donde todos los pasajeros ya se habían enterado de mi búsqueda, incluidos los conductores del tren, vuelvo a consultarle a la anciana sospechosa  y esta vez cambia la versión, me responde, ”en la estación anterior alguien la sacó al bajarse”, lo que me hizo ratificar mi sospecha que ella era la autora de la pérdida, increpándola en voz alta y ante tanta insistencia y con la amenaza que llegando a destino la denunciaría a carabineros, en presencia del conductor, sacó de debajo del asiento, en el piso, un saco de cáñamo roñoso, sucio y viejo, donde yacía mi tan recomendado atuendo. Muy maltratada y sucia, pero la reacción fue de tanto malestar, que sólo la aparente debilidad de la anciana ladrona, no me permitió actuar en forma más violenta y por comentarios de mis amigos y compañeros que celebraban el lado bueno: El hecho que había aparecido, que era lo realmente importante.

El restante trayecto que ya era por llegar a destino fue sólo de ocuparme de limpiar y dejar la castilla en condiciones que no acusara lo ocurrido, debido a mi culpa de no permanecer en mi asiento, cosa que sucedió en muy buena forma, ya que en mi casa sólo después de varios años conté lo ocurrido en mi primer viaje con el tristemente famoso Chaquetón de Castilla negro.

Los sonidos de los chirridos del tren eran como música para nuestros oídos. Era un ritmo constante que nos acompañaba durante todo el viaje. A veces parecía que el tren iba a descarrilar, pero nunca lo hizo, siempre llegábamos a nuestro destino, listos para disfrutar del sol, la playa y la libertad.

El Ramal San Fernando-Pichilemu era más que un tren. Era un lugar de encuentro donde se cruzaban vidas y se compartían experiencias. Era un espacio donde la juventud, se expresaba libremente y donde se forjaban amistades que durarían toda la vida.

Recuerdos imborrables

Años han pasado desde que el Ramal a Pichilemu dejó de funcionar. Pero los recuerdos de aquellos viajes habituales siguen vivos en mi memoria. El sonido de los chascarros del tren, la risa de mis amigos y el paisaje que se desplegaba ante nuestros ojos son recuerdos imborrables que siempre llevaré conmigo.

El ramal a Pichilemu puede haber desaparecido, pero su legado sigue vivo en el corazón de aquellos que lo vivimos y disfrutamos.

(*): Ingeniero Textil – Comunicador Radial/Dirigente Social.

Fotografías: WSG/Archivos “Pichilemunews”.

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